La Casa del Ciprés y el Arca de Noé
Pertenezco a aquella generación que abandonó el francés como lengua franca, como lengua para la literatura, la filosofía…el amor. En mi época se impuso el inglés, el colonialismo cultural del mundo anglosajón. Era lo que tocaba. Aún así debo reconocer que hablar inglés no sólo me facilitó el encuentro con personas y culturas diferentes durante mis viajes, sino que me permitió mas tarde recibir una educación británica en un college de Londres.
El inglés es una lengua práctica: es fácil de aprender y te permite comunicarte con una parte importante de los habitantes de la aldea global. A pesar de esto, y pueden llamarme anticuado por pensar así, me sentía intelectualmente mutilado por no hablar francés. Un mundo sin la lengua de Voltaire, Rousseau, y Montesquieu sería un mundo menos civilizado. Así que me apunté a una academia además de pasar por las manos de varios profesores particulares a quienes siempre recibía con té y pastas (muy british todo).
Durante años dedicaba parte de mis vacaciones a estudiar en la Alliance Française de París. Vacaciones frías de invierno en enero o febrero… los que nos dedicamos a la apasionante labor de acoger a turistas y visitantes en nuestra tierra, trabajamos cuando los demás descansan y descansamos cuando los demás trabajan.
Tras varios inviernos estudiando francés en París mi cuerpo me pedía sol. La ciudad de la luz está muy bien pero no es el mejor lugar para pasar la cuesta de enero, así que busqué una solución creativa que satisficiera mi necesidad de vitamina D y que me permitiera continuar con mis clases. La solución tenía un nombre: Marrakech.
Ya había estado en la ciudad roja con motivo de un congreso sobre el judaísmo marroquí. Allí había conocido a mi amigo Jacky Kadoch a quien contacté para que me ayudase a buscar un buen profesor. En un par de días tenía casi todo lo necesario para mi programa de inmersión lingüística en el sur de Marruecos. Todo menos un lugar donde vivir.
Lo lógico, dado que quería aprender francés, hubiera sido alojarme en el moderno, burgués y cosmopolita Gueliz en la ciudad nueva, pero tal y como hubiera dicho Goytisolo, yo quería medinear, quería vivir en el corazón marrakchi, en pleno zoco.
La medina de Marrakech es una constelación de barrios, mezquitas y callejas donde artesanos, curanderas, mercaderes, sabios, imanes y demás trapicheantes navegan hasta desembocar en la plaza Jemaa el-Fna, un mar de músicos, contadores de cuentos, encantadores de serpientes y saltimbanquis.
Podría pasar el resto de mi vida medineando en la ciudad que dio cobijo al destronado rey poeta de Sevilla Al-Mutamid. Pero para sobrevivir al ritmo frenético de Marrakech Al-Jadra todo viajero necesita un lugar donde retirarse a descansar, tomar notas en el cuaderno de viajes, y meditar lo vivido. Los riads son pequeños patios-oasis que crecen alrededor de la fuente y el jardín de la casa.
Hay una casa en Córdoba donde se encuentra el Oriente y el Occidente, el Norte y el Sur. Se trata de un oasis en medio de la algarabía del barrio de la Corredera. La Casa del Ciprés es como ese riad de Marrakech en el que mi alma descansaba tras largos día medineando por los zocos de la ciudad roja: un pequeño edén, remanso de paz, en el corazón histórico de Córdoba.
Córdoba a veces es Roma, otras la Meca y casi siempre Jerusalén: sancta sanctorum de culturas y civilizaciones. La Casa del Ciprés es parte del alma de Córdoba y por ello se nos aparece como un crisol que funde mosaicos romanos, yeserías de la antigua mezquita aljama, alicatados andalusíes y elegantes azulejos sevillanos. Su patio abraza la luz como una madre abraza al hijo que acaba de nacer, tan frágil y lleno de vida como los rayos del sol naciente. La fuente riega la casa y nos hace soñar con los cuatro ríos que regaban los valles del paraíso.
Las casas andaluzas son sobrias en su fachada, se abren tímidas al mundo a través de cancelas, rejas, balcones y celosías como si guardasen celosamente un tesoro de siglos que hay que preservar de la codicia ajena. Pero la Casa del Ciprés, sin perder su magia, se ha abierto a Córdoba y al mundo. Porque Andalucía, que siempre guarda algo para ella misma, se da con generosidad a sus hijos y a sus visitantes.
La Casa del Ciprés es un caravasar. Los caravasares eran edificios construidos a lo largo de la ruta de la seda: descanso del viajero, encuentro de mercaderes, obradores de sueños…patios a cielo abierto alrededor de los cuales todo se vendía y todo se compraba, y la cultura se daba generosa. Al igual que en el caravasar, el viajero que llega a la casa puede dormir al abrigo de sus artesonados neomudéjares y despertarse con el rayo de luz colorido de sus vidrieras. Los de aquí y los de allá pueden disfrutar de la cocina, la cultura, el flamenco y de tantos eventos y actividades culturales como la imaginación y la creatividad deseen pues esta casa es morada del árbol de la vida, y la vida en Córdoba se abre a todos y a todas los que deseen beber de sus fuentes…” quien tenga sed que venga y beba”.
El Génesis narra como Noé construyó una gran arca para salvar del diluvio a su familia y a una pareja de cada una de las especies animales. Cuenta la leyenda que Noé construyó el arca con madera de ciprés. El ciprés simboliza la esperanza en un mundo mejor. La Casa del Ciprés es como un arca de Noé en el corazón de Córdoba, un lugar donde todas las culturas están a salvo, donde todos aquellos que amamos la belleza encontramos refugio sin perder nunca la esperanza en que por muy feas que estén las cosas, el ciprés siempre crecerá hacia lo alto y nos traerá la luz.
¡Os espero en Córdoba!
Haim Casas
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